DE VISITA AL OLVIDO




Había ido a visitarla como cada semana desde hacía tres años, lo rutinario de la visita no evitó que un estremecimiento me recorriera al encontrarla en medio de toda aquella parafernalia ortopédica y el olor a desinfectante que no podía ocultar el que desprendían los rebosantes pañales.

Cuando la saludé en su rostro anidaron sorpresa, extrañeza, el interrogante permaneció mientras le fui hablando, poco a poco mi voz le despertó algún recuerdo y su mirada fue abandonando los inestables terrenos de la incertidumbre para preñarse de alegría. Era  la alegría que sentía al verme, o así lo dijo

Eran unos ojos que yo contemplaba desde niño, ahora más pequeños, soterrados bajo pliegues cutáneos y cuyos iris se adivinaban tras la bruma iatrogénica que no los abandonaba desde que ingresó en la residencia. A pesar de ello me pareció percibir aquel centelleo, anunciador de la frase cariñosa o de la caricia desinteresada, que avivaba su mirada, pero tartamudeó y no llego a articular nada con sentido.

Se encontraba en una amplia, a la vez que abarrotada, sala, que entre sillas de ruedas, muletas y bastones exhibía las manualidades que les forzaban a construir a las veintisiete residentes, tratando de retrasar lo irremediable.

Se encontraba, como siempre, junto a su compañera de habitación se habían convertido en inseparables, con ella compartía largas charlas y no menos extensos silencios.   

—Este mocetón —comentó, a modo de presentación a su compañera, presentación que repetía semanalmente, mientras me señalaba con su artrítico dedo—.  Es mi primo Gregorio y ahí donde lo ve usted, con ese porte, como un galán de película, es dos años mayor que yo,  es de la quinta de mí… de mí…  ¡Ay no me acuerdo! Ah sí, de la quinta de mi marido, al que el señor se llevó hace… hace… hace mucho. 


Hoy me había asignado el papel de su primo Gregorio que murió en la guerra, fusilado por los otros, al que ella solo llegó a conocer por los comentarios de su madre.

Durante unos minutos narró las “recientes” vicisitudes de su primo, mecánico con taller propio, al decir de ella. Hasta que bruscamente interrumpió el relato, tenía la mirada perdida, no sé si en el infinito, o en sus adentros y  parecía escuchar su propio silencio.     

Sabía que hacerlo era necedad, pero no pude evitar mostrar mi enteres por su salud, su estancia, por sus distracciones, sus actividades, por sus nuevas amistades, en fin por todo aquello que humaniza nuestra estancia en el mundo.

Efectivamente mis preguntas se perdieron en aquel laberinto sin salida que habitaba tras su perenne sonrisa visual, como había sucedido en anteriores visitas. Nunca supe si oía las preguntas, si oyéndolas las comprendía o si ya habitaba en el edén de los ácratas y seguía sus anti-normas.   

Tampoco es que precisara la respuesta, de hecho a esas preguntas había respondido la responsable de la institución, aunque lo hiciera desde un plano entre objetivo e interesado.

De lo que me interesaba: de sus sentimientos; hacía tiempo que yo, como el resto de los mortales, estábamos sin noticia. Pero, que no respondiera a mis formalismos de cortesía no implicaba que callara.

No tardó en desgranarse de sus labios la letanía con que siempre trataba de entretener a las visitas: los recuerdos de una época que creía recordar embrollados con los olvidos de lo que nunca sucedió, todo ello en una persona en la que la imaginación hacía tiempo que había vencido a la memoria.

De nuevo las historias brotaron de aquella venerada boca, la que recordaba que me besaba aun sin motivo: ella siempre encontraba alguno.

— ¿Hace falta un motivo para besarte? —me preguntaba cuando un falso pudor me hacía huir de sus arrumacos.

De nuevo escuché viejas palabras que narraban hechos recientes, vocablos familiares que relataban sucesos desconocidos, expresiones auténticas que  enmarañaban eventos  inciertos.

Se sucedieron las historias, que se interrumpían abruptamente cuando su memoria encontraba algún obstáculo o alguna de las múltiples lagunas que ni imaginación ni memoria eran capaces de salvar, aunque las más de las veces la primera conseguía hilvanarlas o degenerarlas en otras.

Súbitamente cayó el telón, había llegado el momento del estricto enmudecimiento, sobrevenía sin que nada pareciera haberlo provocado, sin que en su expresión se percibiera disgusto o incomodidad, su mirada se había vuelto hacia el interior en busca de una vida pasada que perdía a pedazos, sin tener conciencia de la presente, ni de la existencia de un futuro.      

“Lo que hubiera dado por poder ayudarla a perseguir al menos sus recuerdos”    

Me despedí de ella tratando de mostrar el sentimiento que me avergonzaba expresarle cuando pudo apreciarlo. Su mirada me acompaño durante unos segundos, hasta que en su trayectoria se cruzó una de las auxiliares, en la que quedó prendida, hasta que el revuelo de una mariposa, en el exterior, se la llevó al mundo de la fantasía.

Me fui con la desazón que proporciona que tu propia madre no te reconozca incentivado con la absoluta seguridad de que nunca lo hará.

Cuando uno tropieza con un amigo o  un pariente borracho, cabe la esperanza de que cuando se le pase, puedas decirle lo que no pudiste o no quisiste decirle en ese estado, pero cuando el destino decide que se quite el tapón del desagüe de los recuerdos, solo ha lugar a una de las palabras más terribles de nuestro idioma: la irreversibilidad. 

 26/02/2017     
Alberto Giménez Prieto “Lumbre”

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