Hasta que la muerte nos separe



Pedro y Pablo siempre habían estado estrechamente unidos, lo que no empece que tuvieran las pugnas, disputas, riñas, peleas que todo el mundo tiene, sobre todo cuando son niños, especialmente si son hermanos y mellizos para mayor escarnio.

Sus contiendas nunca fueron por disputar la titularidad de las pocas propiedades que tenían, lo poco que tenían lo compartían. Con el tiempo, cuando empezaron a desprenderse de la adolescencia hasta compartieron las novias, si bien las simultaneadas fueron desechadas a la hora de evaluar su posible  integración en el núcleo familiar.

Ni sobre los juguetes, ni sobre las motocicletas, que antecedieron a los utilitarios que sus primeros sueldos les permitieron comprar, igual que los anteriores, no lograron que discutieran sobre su titularidad ni por quien los usaba.  

Y lo más asombroso, tampoco sobre sus smartphones consiguieron que disputaran sobre su pertenencia.

Tampoco tuvieron que discutir sobre el orden jerárquico que debía ordenar su convivencia, lo inventaban en cada ocasión que lo precisaban.

Iban juntos a todos los sitios, hicieron el servicio militar voluntarios para evitar que los separaran. Se casaron el mismo día —con distintas oponentes—, en una misma ceremonia, lo festejaron al alimón, hicieron el viaje de bodas juntos y además sus respectivas esposas se llevaban bien entre ellas y con ellos.


En referencia a la descendencia sus coincidencias no fueron tan categóricas: Pedro tuvo dos hijos sucesivamente y Pablo una parejita de gemelos.

La propensión de los dos hermanos a permanecer siempre unidos se transfirió a sus respectivas familias, que todos los fines de semana se reunían para ir juntos de camping, actividad en la que siempre disfrutaron todos.

Si alguien tenía algún problema con alguno de ellos, debía saber que se enfrentaría a ambos. Se les tenía como una sola persona más que como una familia.

Las vueltas que da la vida nunca los sorprendió  desavenidos, pudo encontrarlos disgustados, enfurruñados, desabridos, recelosos, pero nunca desunidos.

Hasta que en uno de esos giros vitales los llevó a la orfandad, que ya se presentía desde tiempo atrás y para la que se habían ido preparando. Pero no sabían que para lo que no estaban preparados era para el paso siguiente, para la partición de la herencia.

Desde ese día no se han vuelto a hablar, más que ante los tribunales.    

15/02/2017         


Alberto Giménez Prieto “Lumbre”

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