EMPATÍA
Los escasos cien metros que me separan del patio donde seré fusilado, se me están haciendo eternos, las piernas apenas me soportan, las flácidas articulaciones, huérfanas de la musculatura que las gobiernen me abocan a tropiezos y caídas a cada paso, que salvaba al usar como báculo a uno de mis carceleros y a aquel capellán castrense empecinado en que me reconciliara con quien permitió que me viera envuelto en aquel embrollo y después me dejó abandonado. Algo en el interior de mi cerebro palpita alocadamente oprimiéndolo contra los clavos que recubren el interior de mi cráneo. El dolor me impide abrir los ojos heridos por la menesterosa iluminación del corredor. Ante mí, encabezando la macabra comitiva, el oficial que rige los destinos del presidio, ufano carroñero, se muestra complacido de llevarme hasta el ara de los sacrificios. No es la muerte lo que me preocupa, cuento con ella desde que me la anunció el portavoz de la corte militar al leer la infame resolución