EMPATÍA
Los escasos cien metros que me separan del
patio donde seré fusilado, se me están haciendo eternos, las piernas apenas me soportan,
las flácidas articulaciones, huérfanas de la musculatura que las gobiernen me
abocan a tropiezos y caídas a cada paso,
que salvaba al usar como báculo a uno de mis carceleros y a aquel capellán castrense
empecinado en que me reconciliara con quien permitió que me viera envuelto en
aquel embrollo y después me dejó abandonado.
Algo en el interior de mi cerebro
palpita alocadamente oprimiéndolo contra los clavos que recubren el interior de
mi cráneo. El dolor me impide abrir los ojos heridos por la menesterosa iluminación
del corredor.
Ante mí, encabezando la
macabra comitiva, el oficial que rige los destinos del presidio, ufano carroñero,
se muestra complacido de llevarme hasta el ara de los sacrificios.
No es la muerte lo que me preocupa, cuento con ella desde que me la
anunció el portavoz de la corte militar al leer la infame resolución.
Si la ejecución hubiera
sido tan apremiante como sumario el proceso haría tiempo que hubiera muerto y habrían
cesado mis preocupaciones.
Pero el tribunal militar decidió
que fuera ejecutado por miembros de la compañía que mandé, hubo que buscarlos por
los regimientos en que fueron dispersados.
Tuve tiempo de despedirme
de mis recuerdos, de conciliarme con mi memoria, aunque la verdad es que no
quise hurgar demasiado en ella, pues al desconcierto que la presidia desde que
perdí media compañía en una acción, que nadie admitía haberme ordenado, se le unían
todas las versiones vertidas en aquella patochada sumarísima.
No creía ser responsable de
todo lo que me achacaban, pero quería sentirme culpable para que mi muerte no
fuera en vano.
Hasta allí llegaba mi
sentido de obediencia y lealtad.
Cuando quise encontrar a quienes
me echarían en falta, tuve que liberalizar ampliamente el concepto para
encontrar nombres conque llenar los dedos de una mano, y siempre que desconocieran
el motivo de mi condena.
Discrepo de ese lugar común
que describe la vida desfilando ante nuestro ojos en la víspera de la muerte,
no, no era la vida lo que discurría ante mi mirada, eran mis errores, mis omisiones,
todo lo que pudo haber sido y no fue.
O acaso también en eso soy
un bicho raro.
No fui capaz de controlar mis
esfínteres.
Bonita imagen para una
fecha tan señalada.
No era miedo a la muerte,
era el miedo al sufrimiento, mi verdadera condena fue recorrer aquel pasillo y
esperar el acierto del disparo de gracia.
Este pasillo es
interminable, cuanto más avanzo más lejos se encuentra el final.
No sé si llegaré vivo hasta
el final.
Si muriera sin enfrentarme
al pelotón de fusilamiento. ¿También sería traición?
No soy un héroe, ni se me puede
considerar valeroso, de eso, como de mi culpabilidad, existió unanimidad entre mis
juzgadores, pero empiezo a sentir alivio por la inminencia de la muerte.
Tormento fue sentir el transcurso
de las horas, a la espera de la nada, suplicio el recorrido por aquel oscuro pasillo
en medio de anónimos suspiros y caras de circunstancias que, morbosas, me contemplaban
tras rejas.
Los que fueron compañeros apenas
tres días, aguardaban oír la descarga de fusilería para emitir el mayor de los
suspiros, pasar página y olvidar aquel episodio.
De ninguno me despedí, pues
a ninguno conocía ni se interesó por mí.
La ejecución sería rápida y
concluyente, pero el pasillo se me estaba haciendo interminable, luego sería la
formación del piquete, las sucesivas órdenes y conociendo a quien lo comandaba seguro
que no se saltaría ninguna, procuraría alargar el momento de su agonía.
Esperaba que los soldados acertaran en sus puntos vitales porque del comandante
del pelotón no podía esperar que el disparo fuera de gracia.
Ya faltaba menos pasillo
por recorrer, la turbia luz del final señala el patio designado para su
inmolación.
¡Por fin el patio!
Me hacen desfilar ante mis verdugos.
Persigo sus miradas
evasivas para gritarles en silencio: Tirad bien, apuntad a la cabeza.
El vicario no ceja en su apostólica
persecución: me dan ganas de decirle que me arrepiento de lo que quiera, como
hice durante el procedimiento, pero con un error tuve suficiente.
Los cinco soldados se
encuentran en relajada y antirreglamentaria posición de descanso, con la mirada
pérdida, las manos crispadas sobre los fusiles, junto a la puerta por la que
accedo. Uno de ellos parece adormecido apoyado en la pared.
Los hacen formar.
Todos piensan que su fusil
es el cargado con el cartucho de salva.
El oficial que los manda,
compañero de algún combate y de mil y una parrandas, rival en los entorchados, al
que mi muerte le abrirá más expectativas, sin tener que competir y sin nadie
que denuncie sus envidias y maquinaciones.
Yo me habré librado de sus intrigas.
Lo peor es que es el encargado
del tiro de gracia y estoy seguro de que solo lo dará tras haberme metido en el
cuerpo todo el sufrimiento de un cargador completo. No es ineptitud es
crueldad.
Rechazo que me venden los
ojos, hasta el último segundo quiero rogarles que acierten con sus disparos.
¡No quiero sufrir!
El oficial no rehúye ni un
solo movimiento en sus órdenes, es más entre cada una de ellas se toma su
tiempo, pretende disfrutar de mi sufrimiento.
Por fin ordena fue…
—¿Qué ha sido eso?
He sido despertado por un
sonoro golpe en el casco.
—Despierta que tu capitán está
esperando que lo fusiles —El teniente siempre con sus bromitas me ha despertado
de un culatazo en el casco.
Nos hicieron formar.
Apunté cuidadosamente entre
los ojos del capitán, desconocí el triángulo que habían pintado sobre su
camisa, a la altura del corazón, apreté el gatillo y allí terminó aquel sueño
que me había estado persiguiendo desde que me anunciaron que formaría parte del
pelotón de ejecución.
Soñaba que era el reo.
El capitán nunca me cayó
bien, pero tampoco era cuestión de hacerlo sufrir.
28/05/2017
28/05/2017
Alberto Giménez Prieto “Lumbre”
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