Empezaba a entender


Aquella mañana no fueron los gritos de su madre, reprendiéndole por las intempestivas horas a las que había llegado a casa, lo que lo habían despertado. La verdad es que no sabía que era lo que le había despertado, pero desde luego no fueron, como todos los días, los histéricos gritos de su vieja. No, hoy no gritaba, estaba de rodillas junto a la cama de él, llorando a moco tendido como si ese día si se terminara el mundo. Hoy debía haberle dado trágica.
Saltó de la cama sin que su madre interrumpiera el llanto y ni tan siquiera modificó un ápice aquella incómoda posición.
Mientras observaba lloriquear a su madre, notó que se había despertado sin resaca, tampoco le dolía la cabeza, ni tenía arcadas, es más ninguna parte de su anatomía mostraba molestia alguna a pesar de estar seguro de que la noche anterior había bebido más que nunca. El cuerpo ya se iba haciendo a la función, joder lo que sabía el Darwin ese. Con cuatro botellones más no habría garrafón que lo tumbara.
Miró las arrugas que acumulaba su vestimenta y pareció satisfecho.
“La ventaja de acostarse vestido era el poco tiempo que uno perdía para comenzar de nuevo la marcha cuando se levantaba”.
Se movió por la habitación sin que su madre interrumpiera el llanto. Si ni siquiera lo había mirado. Lo mismo anoche su viejo también volvió con el morro caliente.
Hincó los dedos en la permanente materna y alborotó el cuidado peinado, sin que la mujer reaccionara con la virulencia que acostumbraba.
Hoy estaba obsequiosa, había que aprovecharlo: le pidió treinta euros.
No coló, no le contestó ni siquiera le miró.
La había cogido llorona y no tenía freno.
Bueno al menos hoy se libraría de las acostumbradas recomendaciones de todos los días.
No se había movido de aquella ridícula posición de sumisión que había adoptado, junto a su cama, con las manos hundidas en la frazada que él acabada de abandonar.
Parecía que quisiera hacer como esa gente que va a la iglesia.
No se oía el televisor, su padre debía haber ido al parque donde se reunían parados y jubilados, o sea la mayoría de los hombres del barrio.
Él también estaba en el paro pero se las arreglaba, con algún trapicheo y algún bolso que accidentalmente caía en sus manos para poder ir a los botellones que casi todos los días se organizaban en aquella explanada que había quedado de lo que en otros tiempos fuera una estación de ferrocarril.
Fue a la cocina para ver que podía echarse al gaznate, aunque ese día tampoco tenía hambre y lo que era aún más extraño ni tan siquiera tenía sed. No había nada. Ya se tomaría una birra en el cuchitril del Sopas, allí estaba la Sonia trabajando y sí se la pedía cuando el jefe no mirara no se la cobraría.
Por el pasillo se cruzó con el gato, que lo miró con los ojos abiertos como platos, como si nunca lo hubiera visto, arqueó el lomo como una puerta románica, al tiempo que se le erizaba todo el pelaje y le dedicaba un bufido amenazador.

Ese gato estaba más gilipollas cada día, mira que hacerle eso a él, a quien todo se lo consentía.
Ese día no había nadie en sus cabales en aquella casa.
Lo mejor sería abrirse cuanto antes no fuera a ser que aquello resultara contagioso.
Cuando hubo sobrepasado el rincón en que se había refugiado el felino, este salió disparado para esconderse debajo del aparador. Estaba raro aquel bicho.
Después de la cerveza no sabía a donde se podía ir a esas horas. Nunca había madrugado tanto. Todavía el sol estaba muy alto. Y el caso es que no tenía nada de sueño.
Buscaría a alguno de sus colegas, ninguno trabajaba, no sería difícil encontrarlos, aunque todavía estarían en la piltra.
Seguramente se mosquearían cuando los despertara, pero no iba a estar dando vueltas el solo hasta que ellos se levantaran.
Al llegar al vestíbulo cogió las gafas de sol y se miró en el gran espejo, como hacia cada vez que pasaba ante él.
Ese día no le devolvió la imagen.
Hoy todos estaban raros, hasta el espejo.
Mejor salir zumbando de allí, antes que los miasmas que flotaban en el ambiente le jodieran el día, cogió el dinero que su madre había dejado sobre la consola para pagar algún recibo y se lo metió en el bolsillo.
Se iría a pasear su título universitario con cuatro años de veteranía… en el paro.
Salió al rellano sin tener consciencia de haber abierto la puerta.
El ascensor estaba ocupado, aunque cuando iba a decidirse por bajar andando, se abrió la puerta del elevador y del estrecho cubículo, en medio de tremendas apreturas, precedidos de su padre, que no lo reconoció, salieron dos operarios, pulcramente vestidos con trajes grises, que transportaban, de pie, un ataúd algo más alto que él.
Tampoco ellos repararon en su presencia.
Empezaba a entender…
Ese día, con toda seguridad, no iba a estar demasiado participativo en el botellón.

30/12/2016


Alberto Giménez Prieto “Lumbre”

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