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Mostrando entradas de julio, 2017

La última tormenta -y IV-

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He entornado la puerta de la caja, he vuelto el cuadro a su posición original, no sin antes echar un fugaz vistazo a su interior: está repleta de billetes de curso legal, me han parecido todos de pequeño importe, pero no importa, aun así, hay más dinero del que yo ganaré en toda mi vida. He apagado los cirios y he prestado atención para averiguar quién llegó, la voz inconfundible de mi hijo me ha sacado de dudas, ha vuelto solo. —Papá, papá… ¿Dónde estás? Entro apresuradamente al aseo, desde allí le contesto con la voz más lastimera que me permite mi ebriedad: —Dime hijo, ¿han curado al abuelo? —Papá el abuelo… el abuelo ha muerto. Cuando llegamos los médicos ya no pudieron hacer nada por él… pero hay otra maña noticia… — ¿Además del fallecimiento del abuelo? —me costaba mucho no reírme, pero aún conservaba la suficiente sensatez para no hacerlo. —Papá lo que estamos viviendo no es una tormenta… Es la guerra, aquella de que hablaba el vecino de arriba, han estallado varias bo

La última tormenta -III-

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Después del rapapolvo de mi hijo al verme robar los relojes me dio la espalda sin esperar respuesta. Lo he seguido y me ha llevado hasta una pequeña habitación desde la que parte una escalera de caracol que desciende a una oscuridad de la que provienen una amalgama de olores enfrentados, aunque agradables si los comparamos con la pestilencia putrefacta de la vivienda o los corruptos hedores que dominan en la nuestra. Se ha lanzado escaleras abajo, tan deprisa que se apagó su candela y estuvo a punto de caer. Se ha rehecho, ha vuelto a encenderla y ante mis ojos ha aparecido un pequeño aunque repleto almacén. A primera vista no pude saber cuál era el contenido, eran cajas de cartón marrón sin marcas. Mi hijo fue directamente a una abierta, ha sacado una lata de mediano tamaño, al parecer carne de ciervo, a juzgar por la fotografía de la faja. Me la muestra, en su rostro se aprecia alegría, no hay rastros del disgusto anterior. No es rencoroso. ¿Has devuelto los relojes?, me pregun

Ruido

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Siempre había odiado los ruidos, habían sido el origen de no pocas disputas conyugales, había creado su estructura vital en torno al anhelado silencio, cambió electrodomésticos, sustituyó puertas, reforzó el aislamiento de tabiques, duplicó el acristalado de las ventanas y aún así, sus momentos dedicados al deleite de la música seguían siendo destrozados por los fanáticos llamamientos divinos del bronce de las campanas eclesiales, que en su proselitismo desesperado competían y asolaban la modesta creación de la humana mente de Chopin y ante el desequilibrio de las fuerzas él tenía que acallar el piano del polaco hasta que el metal sagrado decidiese cesar en su busca de prosélitos. Solo le quedaba el consuelo de una pobre venganza: escuchaba, a todo volumen y con las ventanas abiertas, “a las barricadas” cuando la silenciosa procesión de semana santa recorría su calle agrupando el desfile de adictos y comparsas. Ahora, en la oscuridad, que durante tanto tiempo se ha prolongado, en

La última tormenta -II-

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La oscuridad que nos rodea sigue ribeteada por los destellos de la tormenta seca que no ceja, los rayos no ofuscaban nuestra vista a pesar de la oscuridad que nos rodeaba, debe ser porque se producen dentro de esas nubes, que más que celajes, son humo y polvo en suspensión. La primera noche cayó una lluvia seca, cálida, espesa y maloliente. No pido que funcione el teléfono y el ordenador, pero al menos quisiera que tuviéramos la televisión o… si no puede ser que menos que la radio, pero sin esas cosas, como vamos a informarnos, como sabremos lo que hay que hacer. Esto es angustioso. El poco respeto que tras años de matrimonio y paternidad había conseguido hacía mi figura está desapareciendo a la carrera, nadie en casa respeta mis opiniones. El fatalismo empuja a los miembros de esta familia hacia un anarquismo pasivo que destruirá las bases de nuestra civilización, ninguno quiere hacerme caso en lo que les mando. Si no me obedecen no creo que sobrevivamos, esto que está pasando n

La última tormenta I

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Me he levantado peor que me acosté, deprimido, desorientado, enfermo sin duda, y más anclado al fatalismo que preside nuestra situación que cuando me acosté. Es la primera vez que me meto en la cama desde hace dos días. Como puedo, intento ir hacía el comedor. Es un recorrido que realizo todos los días varias veces sin prestarle jamás atención. Solo que ahora sin luz me resulta difícil. Llevamos dos días sin electricidad, sin que funcione ningún aparato, componente, eléctrico o electrónico, de los que tanto dependemos. Incluso los automóviles han quedado inmovilizados en plena circulación. Algo muy grave está pasando y aun no sé qué. Es como si el cielo se hubiera desplomado sobre nosotros. Empezó el domingo, cuando a eso de las diez de la mañana estalló una imponente tormenta. La inició un cegador resplandor, aproximadamente un par de minutos después, no puedo saber exactamente el tiempo transcurrido porque los relojes dejaron de funcionar, devino un fortísimo estruendo que

El viejo cuentacuentos

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Rogelio “El Calleja” vio cómo se diluía la poca concurrencia que lo empujó a iniciar el relato, era la constante que perseguía últimamente sus actuaciones cuando lo animaban a contar un cuento. A él no le hacía falta pasar por aquella vergüenza para estar a gusto, no le hacía falta tener espectadores, le gustaba contarse cuentos a sí mismo, aunque nadie le aplaudiera. La audiencia de hoy, que llegó a agrupar algo más de dos docenas de ancianos había ido dispersándose hasta quedar solo dos tristes oyentes, aunque tampoco eso era cierto, porque Ramiro era sordo como una tapia y el otro asistente, el Salvador, estaría más pendiente de las voces que decía escuchar dentro de su cabeza. Interrumpió la narración sin que ninguno de los dos se inmutara. Se levantó, recogió el pañuelo que extendió sobre el banco antes de sentarse. — ¿Por qué lo interrumpe en el momento más interesante? “El Calleja” se volvió y vio un oyente en que no había reparado, se azoró ante el menosprecio que s

¿Que menos puedo pedir?

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—Aquí no acostumbraba a venir, yo era más del Sheraton, pero desde que cambiaron al chef y comenzó con su política de consumo sostenible, cuando comenzaron a facilitar a los comensales que se llevaran las sobras de sus propias comidas decidí no volver por allí. Observó con atención el bocado que se llevaba a la boca, sus ojos brillaron de gula. — ¡Qué horror! Te imaginas a un comensal vestido con esmoquin o con un vestido de noche y llevando una cajita con sobras en la mano, y cuando entra en la ópera, ¿Qué? ¿La deja en guardarropía? ¿O lo llevas al palco? Por si a mitad de representación te entra apetito. O peor todavía se le regala al chofer, como hacen algunos. Eso lo encuentro denigrante y de un clasista imperdonable, el chofer debe cenar en casa a la vuelta y de lo que haya sobrado de la cena del resto del servicio, ¿acaso el chofer es más que el resto del servicio para poder comer las sobras de un restaurante de postín y que los demás coman gachas? El bocado que acaba de