El ocaso

Lo vio llegar atravesando el pequeño jardín, estaba esperándolo apoyada en la jamba de la puerta tratando de intuir lo que le diría, pero ni el rostro de él, ni su modo de andar revelaban nada. Resultaba muy difícil conocer lo que pasaba por su mente, si él no quería y por lo general no lo deseaba, ella estaba acostumbrada después de los treinta años que compartían. Lo miró con toda la fijeza e intensidad de que fue capaz, tratando de atravesar su circunspección, pero su esfuerzo fue vano. Pensó que quizá fuera que temía encontrar la respuesta.
Cuando llegó junto a ella, la besó, como siempre, tampoco de ese maquinal gesto le permitió extraer conclusión alguna. Estaba loca por saberlo, pero le daba pánico preguntarle, juntos se dirigieron al interior de la casa, él rutinariamente dejó la chaqueta en la percha, cogió el periódico, como siempre, y en pos de su mujer entró al salón donde les esperaban un televisor a medio volumen y un perezoso gato capado, que apenas abrió un ojo como especial saludo al recién llegado, nada parecía haber cambiado, pero ella, aún sin preguntar, seguía esperando que le dijera lo que consideraba transcendental para su vida.
 No le quitó la mirada de encima, aunque no se atrevía a hacerlo directamente, pero él parecía ausente. Tres veces inició la pregunta sobre lo que tanto la inquietaba, pero siempre, antes de concluirla variaba el enunciado de la pregunta hacia asuntos más banales, las respuesta no fueron menos triviales, sin que en el tono de él se apreciara algún timbre distinto que descubriera lo que ella tanto ansiaba conocer.
El miedo que tenía a preguntar no era menor que la necesidad que él tenía de contestar a la pregunta que nunca llegaba.
Y así pasaba el tiempo: la una sin preguntar lo que ansiaba y temía saber y el otro sin decir lo que ya le quemaba en la boca.
 Estaban sentados frente al televisor, separados tan solo por su silencio y el sueño del gato, él ojeaba el periódico, ella volcó su mirada en el televisor, aunque incapaces ambos de dedicar su atención a lo que tenían delante, a pesar de que eran sus entretenimientos favoritos. El pasó varias páginas del diario, sin dedicarles demasiada atención, hasta que lo dejó caer sobre sus rodillas y sin mirarla le dijo:
 —En todos estos años no hemos discutido demasiado, pero aun así, en este momento maldigo el tiempo que perdimos en esas discusiones. La vida tembló entre ellos, se sobrecogió el gato que con una velocidad que desmentía su emasculación y con el pelaje erizado abandonó su colindante posición, emitiendo un lastimero maullido. Ella ya no tuvo necesidad de preguntarle nada, en ese momento supo cuál había sido el resultado de la biopsia.

Alberto Giménez Prieto “Lumbre”
Si te ha gustado este relato puedes leer nuevos y más extensos en su libro “Comprimidos para la memoria o recuerdos comprimidos” que puedes conseguir en Amazon ebook o tapa blanda
Solo tienes que entrar aquí goo.gl/xjg2M9
También puedes leerlo gratuitamente en Kindleunlimited

Comentarios

  1. Gracias, Alberto. Me has hecho dar un paso: escuchar. Estamos frenéticos y no tomamos el tiempo de escuchar. Carmen y tú me habéis abierto el apetito. ¡Qué bonita serenidad! Vale la pena asomarse.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

El concierto

Un agradable recuerdo

EMPATÍA