El día más feliz de mi vida



—Quiero denunciar a la iglesia, a los curas, a las monjas, al Papa de Roma y a la madre que los parió.
—Tranquilízate Fermín, ¿qué te ocurre?
—Me ocurre que me he pasado la vida atormentado por unas mentiras.
—Explícate.
El rostro del anciano mostró un adelanto del alivio que le suponía contarme aquello que lo reconcomía, se arrellanó en el asiento, rompiendo la provisionalidad con que se había sentado, se humedeció los labios, miró un punto del techo, que no logré identificar, e inició el relato.
—Contaba con siete años recién estrenados, estudiaba mi último año en las monjas, no se nos permitía más a los varones, la Primera Comunión era el hito delimitador y la tomaría al día siguiente. Hasta entonces siempre fui un crio alegre, despierto y espontaneo, quizá demasiado espontaneo en un sitio en que las sores se volcaban más en nuestra preparación para recibir el sacramento, que en que aprendiéramos las letras y los números, que era por lo que nos habían metido allí.
Comprueba mi atención.
—Nosotros, por el contrario, en lo que más empeño poníamos era en jugar, la primera obligación de cualquier niño, en las horas que nos lo permitían… también en las otras. Para las monjas no existía otro horizonte que imbuir en nuestras tiernas entendederas, aquellas tenebrosas y amenazantes cantinelas, que, sin entenderlas almacenábamos envueltas en el temor que nos despertaban. Eran nombres de conceptos desconocidos, aunque memorizados: redentor, pecado, pureza, obediencia, misa, espíritu santo, cruz, condenación, arrepentimiento, condena eterna, malas compañías, arrepentimiento, propósito de enmienda, infierno, acto de contrición y otras muchas tonterías que se amalgamaban con los miedos que nos espoleaban sus prédicas.
Tenía en sus manos un pequeño libro con pastas de nácar y cierre sobredorado.
—Era la víspera del que sería, según las monjas, el día más feliz de nuestra vida y tuvimos que hacer el primer pago de esa felicidad: había que confesarse. Yo me pregunto ¿qué podía confesar un crio con siete años recién cumplidos? El mismo sacerdote que nos preparaba para “el día más feliz de mi vida” —un capellán militar, que con bolos como aquellos ampliaba su peculio— nos informó de los pecados que habíamos cometido: ser desobedientes, rebeldes, mal hablados y rencorosos. Mientras esperábamos ante el confesionario nuestro turno podía vérsenos memorizar aquellos “pecados”, que contábamos ayudados con los dedos, tratando de no olvidarlos.
Sobre la cubierta del librillo un grabado religioso, bajo él se leía “mi primera comunión”.
—Llegó mi turno, me postré ante aquella cueva oscura y el cura, menos severo que usualmente dedicó más atención al contorno de mi rostro, que recorría manualmente una y otra vez, como si fuera ciego, que a lo que yo le decía. Una vez me hubo sobado, a conciencia, por supuesto, me absolvió y se ofreció a ser mi director espiritual para que acudiera a él en cualquier dificultad que pudiera experimentar, era muy amable y acercaba mucho su boca a la mía. Olía como papá cuando comía paella y tomaba vino los domingos.
Respiró hondo, a pesar de lo remoto de los hechos que relataba se le percibía intensamente acongojado.
—Después salí al patio. Marisa, una niña, amiga mía, que tomaría la comunión conmigo, estaba en la fuente, con la boca abierta, tratando de encauzar el chorro de agua que manaba del caño de bronce, como no llegaba tenía que apoyar su vientre en el borde de la pila presentando sus convexas nalgas cubiertas, por supuesto, por la mojigata falda del uniforme, a la malicia de los que por allí pasábamos.
Dejó el pequeño libro sobre la mesa, a mi alcance.
—Como dije, yo era muy impulsivo y no pude remediarlo y de un manotazo le levante la falda, dejando al descubierto unos discretísimos pololos, ella se revolvió encorajinada porque mi maniobra consiguió que se le mojara el cabello, arreglado para el día siguiente, me persiguió por todo el patio, como era normal entre nosotros, hasta que rendidos por el esfuerzo, nos dejamos caer junto al limonero y dedicamos las pocas fuerzas que nos quedaban a reír. Hasta allí se acercó una de las niñas mayores y me dijo que debía confesarme de lo que acababa de hacer: era un acto impuro.
La sonrisa que ha aparecido en su rostro no elimina completamente un pesar añejo que se esconde su mirada.
—Nos miramos Marisa y yo, volvimos a reír aunque menos jovialmente. Todas aquellas consignas sectarias que habían estado sembrando en nuestro ingenuo caletre eran el caldo de cultivo apropiado y terminó con nuestra alegría. En mi impresionable mente, empezaron a revolotear aquellos conceptos apocalíptico-religiosos que nos habían inculcado, sobre todos ellos sobrevolaba el más negro de todos: el SACRILEGIO.

Miré alternativamente el objeto y a su propietario, por la expresión del segundo entendí que debía tomar el primero, antes de que pudiera abrirlo reanudó el relato.
—Pensé en volver a confesarme, pero ¿De qué? No sabía de qué debía confesarme, si de haberle dado un manotazo a la falda, de haber mojado el peinado de Marisa o de habernos reído. Además me daba asco acercarme al capellán, era muy sobón y le había robado el olor a mi padre. El cura pasó poco después ante nosotros de camino a la calle. Ya no había posibilidad de confesión. Lo que me dijo la niña mayor fue como una bola de nieve que fue creciendo en mi pensamiento, pronto sus límites quedaron claros: el pecado era no haberme confesado de un pecado que no conseguía identificar y haber comulgado. Acabó convirtiéndose en un trauma que tardaría más de tres lustros en superar. La víspera del día más feliz de mi vida no pude dormir. Supe que estaba condenado al infierno sin remisión si tomaba la comunión. Pero no tomarla era defraudar a mi familia por la ilusión y los medios que habían puesto para que la tomara, si la tomaba estaría cometiendo un sacrilegio y nada podría salvarme del infierno. Al día siguiente tomé la primera comunión sin haberme confesado.
—Y no pasó nada ¿verdad?
—Ahora sé que no pasa nada, pero sería demasiado doloroso relatarte todos los sufrimientos que arrastré hasta que ya entrado en la veintena comprendí que aquello, como todos los ardides de las religiones, no era sino una forma de someternos, de aquietarnos. ¿Quién me va a compensar el sufrimiento que almacené durante esos lustros?
—Esa denuncia no tiene recorrido jurídico, no va a ninguna parte.
—Ya lo sé.
—Sí lo sabes porque has venido a contarme esa historia.
—Eres abogado ¿no?
—Sí.
— ¿Debes guardar el secreto de lo que se te consulta?
—Por supuesto.
—Pues eso, que desde hace sesenta años necesitaba confesarme, aunque fuera por lo civil y esto ha sido una confesión...
Abrí el pequeño misal, sus hojas estaban muy arrugadas y emborronadas por la humedad. Miré a Fermín y sus lágrimas dieron cumplida explicación del estado del pequeño libro.



Alberto Giménez Prieto “Lumbre”
Si te ha gustado este relato puedes leer nuevos y más extensos en su libro “Comprimidos para la memoria o recuerdos comprimidos” que puedes conseguir en Amazon ebook o tapa blanda
Solo tienes que entrar aquí goo.gl/xjg2M9
También puedes leerlo gratuitamente en Kindleunlimited


Comentarios

Entradas populares de este blog

El concierto

Un agradable recuerdo

EMPATÍA